Decálogo para cuentistas, por Julio Ramón Ribeyro



1. El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector pueda a su vez contarlo.


2. La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada, y si es inventada, real.


3. El cuento debe ser de preferencia breve, de modo que pueda leerse de un tirón.


4. La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, si todo ello junto, mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no sirve como cuento.


5. El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin aspavientos ni digresiones. Dejemos eso para la poesía o la novela.


6. El cuento debe solo mostrar, no enseñar. De otro modo sería una moraleja.


7. El cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración pura y simple, epístola, collage de textos ajenos, etc., siempre y cuando la historia no se diluya y pueda el lector reducirla a su expresión oral.


8. El cuento debe partir de situaciones en las que el o los personajes viven un conflicto que los obliga a tomar una decisión que pone en juego su destino.


9. En el cuento no deben haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente imprescindible.


10. El cuento debe conducir necesaria, inexorablemente a un solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el desenlace es que el cuento ha fallado.




Conferencia de Julio Ramón Ribeyro (1984)


Conferencia de Julio Ramón Ribeyro

Datos técnicos: Conferencia dictada en el auditorio del Banco Continental. Lima, 1984.

Un padre llamado Julio Ramón



Días de luz y sombra, como en todas las familias. Julio Ribeyro Cordero, 49 años, cineasta e hijo del escritor Julio Ramón Ribeyro, evoca en esta nota su experiencia de haber sido hijo de un padre cálido, pero absorto en sus ensueños literarios. Un padre que hoy es una leyenda.

Por Fernando Ampuero


Cuando Julio Ribeyro tenía 3 años solía jugar en un parque de París, ciudad donde residía con sus padres, el escritor Julio Ramón Ribeyro y la marchand de arte Alida Cordero. Una mañana de otoño, fresca y soleada, Alida tenía trabajo en casa y, por tal razón, el niño partió hacia el parque de la mano de su padre. Tan pronto llegaron, este se largó a corretear por los jardines, y Julio Ramón, como de costumbre, buscó una banca cercana, a fin de vigilarlo. Desde ahí, mientras leía “Le Monde” y otros diarios de actualidad, le echaba vistazos a su hijo o le pedía que no se alejara.

Una hora después, al regresar Julio Ramón a casa, Alida lo miró alarmada y le preguntó: “¿Y Julito? ¿Dónde está?”. Al escritor se le heló la sangre, pero enseguida dio media vuelta y echó a correr en pos del hijo olvidado.

¿Te acuerdas de ese incidente?

No, no – sonríe Julio –. Yo estaba jugando, no me di cuenta. Solo me enteré de aquel descuido de mi padre años más tarde.

La anécdota, ni que decir tiene, no pretende ilustrar lo bueno o mal padre que pudo haber sido Julio Ramón. Pero a lo mejor, de alguna manera, da cuenta de la naturaleza absorta del hombre que fue: un individuo observador del mundo que pasaba delante de sus narices –podía sentarse horas en la terraza de un café de Saint Germain viendo pasar a la gente– y, a la vez, alguien reconcentrado, o peor aún, incurablemente distraído.

¿Qué noticia habría estado leyendo Julio Ramón para olvidar a Julito?

(Por entonces, en la vida familiar y amical, se le llamaba Julito a Julio Ribeyro, para diferenciarlo de su padre; y este trato todavía se mantiene). Eso no se sabrá nunca. Pero lo que sí queda claro es que Julio Ramón era un padre afectuoso, que pasaba mucho tiempo en casa, sobre todo después de 1973, año en que el escritor se reponía de las terribles cirugías que le impuso un cáncer, y que, en lo sucesivo, mermó mucho sus energías, aunque lo convertiría en el peruano más delgado y elegante de París.

Julito Ribeyro creció viendo a su padre en la sala de su casa, leyendo y escuchando música clásica. Rara vez lo veía escribir. Julito deduce que debía de hacerlo de noche, mientras todos dormían. Pero recuerda hasta hoy la presencia paterna, tan constante, como un grato recuerdo.

Y recuerda también, eso sí, que hubo días oscuros, odiosos. Meses en los que su padre estaba en el hospital y su madre andaba muy ajetreada, y, llegado el mediodía, nadie lo recogía. Julito tenía 6 años. Y en vez de almorzar en su casa, lo hacía en el quiosco del colegio, en compañía de alumnos mayores que ni lo miraban, pues allí no comían alumnos de su edad.

¿Y por qué esto te resultaba tan odioso?

Por la coliflor. El plato de coliflor hervida que servían en el quiosco. Eso me parecía la peor pesadilla. Si hoy me invitan un plato de coliflor en una cena, me pongo pálido y me siento pésimo.

La adolescencia de Julito fue menos tensa. Julio Ramón, padre permisivo, no sofrenó los ímpetus de su hijo. Cuando este quiso practicar artes marciales, lo inscribió de inmediato en una academia de judo, donde llegó a cinturón negro. El padre, frágil, enjuto, sonreía ante sus progresos y, no sin cierto orgullo, comentaba con los amigos sobre su destreza y fortaleza.

Lea la entrevista completa en COSAS 594.

Seis libros de Julio Ramón Ribeyro




Los escritores, por lo general, han sido y son grandes fumadores. Pero es curioso que no hayan escrito libros sobre el vicio del cigarrillo, como sí han escrito sobre el juego, la droga o el alcohol. ¿Dónde están el Dostoiewsky, el De Quincey o el Malcolm Lowry del cigarrillo? La primera referencia literaria al tabaco que conozco data del siglo XVII y figura en el Don Juan de Moliere. La obra arranca con esta frase: "Diga lo que diga Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable al tabaco... 



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Los escritores, por lo general, han sido y son grandes fumadores. Pero es curioso que no hayan escrito libros sobre el vicio del cigarrillo, como sí han escrito sobre el juego, la droga o el alcohol. ¿Dónde están el Dostoiewsky, el De Quincey o el Malcolm Lowry del cigarrillo? La primera referencia literaria al tabaco que conozco data del siglo XVII y figura en el Don Juan de Moliere. La obra arranca con esta frase: "Diga lo que diga Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable al tabaco... Quien vive sin tabaco, no merece vivir". Ignoro si Moliere era fumador -si bien en esa época el tabaco se aspiraba por la nariz o se mascaba-, pero esa frase me ha parecido siempre precursora y profunda, digna de ser tomada como divisa por los fumadores. Los grandes novelistas del siglo XIX -Balzac, Dickens, Tolstoi- ignoraron por completo el problema del tabaquismo y ninguno de sus cientos de personajes, por lo que recuerdo, tuvieron algo que ver con el cigarrillo. Para encontrar referencias literarias a este vicio hay que llegar al siglo XX. En La montaña mágica, Thomas Mann pone en labios de su héroe, Hans Castorp, estas palabras: "No comprendo cómo se puede vivir sin fumar... Cuando me despierto me alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como tengo el mismo presentimiento. Sí, puedo decir que como para fumar... Un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento, sería para mí un día absolutamente vacío e insípido y si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría el valor para levantarme". La observación me parece muy penetrante y revela que Thomas Mann debió ser un fumador encarnizado, lo que no le impidió vivir hasta los ochenta años. Pero el único escritor que ha tratado el tema del cigarrillo extensamente, con una agudeza y un humor insuperables, es Italo Svevo, quien le dedica treinta páginas magistrales en su novela La conciencia de Zeno. Después de él no veo nada digno de citarse, salvo una frase en el diario de André Gide, que también murió octogenario y fumando: "Escribir es para mí un acto complementario al placer de fumar". El mutilado español que me fiaba cigarrillos fue un santo varón y una figura celestial que no encontraré más en mi vida. Estaba ya entonces en París y allí las cosas se pusieron color de hormiga. No al comienzo, pues cuando llegué disponía de medios para mantener adecuadamente mi vicio y hasta para adornarlo. Las surtidas tabaquerías francesas me permitieron explorar los dominios inglés, alemán, holandés, en su gama rubia más refinada, con la intención de encontrar, gracias a comparaciones y correlaciones, el cigarrillo perfecto. Pero a medida que avanzaba en estas pesquisas mis recursos fueron disminuyendo a tal punto que no me quedó más remedio que contentarme con el ordinario tabaco francés. Mi vida se volvió azul, pues azules eran los paquetes de Gauloises y de Gitanes. Era tabaco negro además, de modo que mi caída fue doblemente infamante. Ya para entonces el fumar se había infiltrado en todos los actos de mi vida, al punto que ninguno -salvo el dormir- podía cumplirse sin la intervención del cigarrillo. En este aspecto llegué a extremos maniacos o demoniacos, como el no poder abrir una carta importantísima y dejarla horas de horas sobre mi mesa hasta conseguir los cigarrillos que me permitieran desgarrar el sobre y leerla. Esa carta podía incluso contener el cheque que necesitaba para resolver el problema de mi falta de tabaco. Pero el orden no podía ser invertido: primero el cigarrillo y después la apertura del sobre y la lectura de la carta. Estaba pues instalado en plena insania y maduro ya para peores concesiones y bajezas.

Ocurrió que un día no pude ya comprar ni cigarrillos franceses -y en consecuencia leer mis cartas-, y tuve que cometer un acto vil: vender mis libros. Eran apenas doscientos o algo así, pero eran los que más quería, aquellos que arrastraba durante años por países, trenes y pensiones y que habían sobrevivido a todos los avatares de mi vida vagabunda. Yo había ido dejando por todo sitio abrigos, paraguas, zapatos y relojes, pero de estos libros nunca había querido desprenderme. Sus páginas anotadas, subrayadas o manchadas conservaban las huellas de mi aprendizaje literario y, en cierta forma, de mi itinerario espiritual. Todo consistió en comenzar. Un día me dije: "Este Valéry vale quizás un cartón de rubios americanos", en lo que me equivoqué, pues el bouquiniste que lo aceptó me pagó apenas con qué comprar un par de cajetillas. Luego me deshice de mis Balzac, que se convertían automáticamente en sendos paquetes de Lucky. Mis poetas surrealistas me decepcionaron, pues no daban más que para un Players británico. Un Ciro Alegría dedicado, en el que puse muchas esperanzas, fue solo recibido porque le añadí de paso el teatro de Chejov. A Flaubert lo fui soltando a poquitos, lo que me permitió fumar durante una semana los primitivos Gauloises. Pero mi peor humillación fue cuando me animé a vender lo último que me quedaba: diez ejemplares de mi libro Los gallinazos sin plumas, que un buen amigo había tenido el coraje de editar en Lima. Cuando el librero vio la tosca edición en español, y de autor desconocido, estuvo a punto de tirármela por la cabeza. "Aquí no recibimos esto. Vaya a Gilbert, donde compran libros al peso". Fue lo que hice. Volví al hotel con un paquete de Gitanes. Sentado en mi cama encendí un pitillo y quedé mirando mi estante vacío. Mis libros se habían hecho literalmente humo.