LA POÉTICA NARRATIVA DE JULIO RAMÓN RIBEYRO


En el Coloquio Internacional “Julio Ramón Ribeyro: La palabra del mudo” realizado en Lima los días jueves 3 y viernes 4 de diciembre, expuse el tema Sujeto, individualidad y poética narrativa de Julio Ramón Ribeyro. Reproduzco aquí un fragmento de mi intervención en la mesa que compartí con Irene Cabrejos y Milagros Carazas.

Fuente: http://hablasonialuz.wordpress.com/

“Sensibilidad para percibir las significaciones de las cosas”, la poética de Ribeyro

Dentro de las convenciones de la ficcionalidad, el autor, todo autor, desarrolla un programa individual de escritura en base a selecciones y combinaciones, es decir, una poética. Al abordar la poética de Ribeyro tomamos la visión particular expuesta por el autor en diversas ocasiones. Lo que Segre define como preselección y procedimientos distribuidos en conjuntos preferenciales provistos de significación propia al servicio de una modelización del mundo.[1] De la poética expresada por el autor real se registran aspectos como El acto de escribir, El arte del relato, la preferencia por el cuento y el uso de la ficción autobiográfica. A partir de estos aspectos se revela una poética basada en la importancia de lo subjetivo.

En frecuentes expresiones el auor destaca también el carácter enigmático de la palabra escrita y la naturaleza de las motivaciones de su creación. En torno a los personajes registra su propósito de: “Decir todo lo que he pensado y no pude decir. La verdadera palabra del mudo. Encontrar mis portavoces sin que lo parezcan. Distanciarlos. Ponerle a cada cual una de mis cien máscaras y dejarlos vivir en libertad.”(Diario II: 182). El tema de ‘las máscaras’ es sugerente e incide en la fragmentación de la experiencia, la desacralización del artista y la incapacidad de usar una voz única e inapelable. El carácter prismático de la representación se manifiesta al exponer las motivaciones de la escritura: “insatisfacción, aburrimiento, deseo de ceder la palabra al otro o los otros que hay en nosotros mismos, al fin de cuentas desdoblarnos o multiplicarnos en el espejo de nuestra fantasía.”

Respecto al relato, Ribeyro reproduce en una de sus Prosas (1975) una anotación de su Diario I (7/05/59): “Arte del relato: sensibilidad para percibir las significaciones de las cosas”. Fórmula sumaria de la poética de la que deriva, además, un rasgo de estilo del enunciado narrativo que el autor se encarga de explicar: En una anotación en su Diario, comentando el proceso de creación de su cuento “Terra incógnita”, dirá que “es muy delicado, pues quiero narrar lo esencial en forma elusiva, de modo que sea necesario leer detrás de las palabras”. Como se recordará el protagonista del cuento es un viejo profesor que una noche experimenta una pulsión homosexual e invita a un hombre negro a su casa. Ribeyro anota en su Diario: “al final no pasa nada. Pero muchas veces lo importante es lo que no pasó. Es el relato de la omisión.” (Diario III: 44)

Aspecto esencial en esta poética es la reiterada postulación de un uso sobrio de los elementos y el cuestionamiento a “la ostentación literaria de muchos escritores latinoamericanos… su temor a que los tomen como incultos” (Prosas: 147): “Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer a las reglas del juego. De allí que toda tentativa para dar la impresión de no ser afectado –monólogo interior, escritura automática, lenguaje coloquial- constituye a la postre una afectación a la segunda potencia… Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura sino la retórica que se añade a la afectación.” (Prosas: 77).

En consecuencia, formula su propuesta en torno a la modernidad literaria, más allá de los despliegues técnicos:[2] “No pienso que la técnica deba ser dejada de lado, pero tampoco debe erigírsela como criterio mayor para juzgar si una obra es actual o pasada de moda, moderna o anticuada. En el fondo la técnica es fácil… Nada envejece tan rápido como los procedimientos. Hay quienes disfrazan una visión banal, simplista y vieja de la realidad con una técnica modernista. Como si la modernidad fuera cuestión de técnica… La modernidad no reside en los recursos que se empleen para escribir, sino en la forma como se aprehende la realidad.”(Diario II: 160). En esta poética se manifiesta una visión desacralizadora de la escritura que narra lo esencial en forma elusiva; a la vez que utiliza los recursos de enmascaramiento y apelación a la fragmentación. Por ello, incide en el cuento como representación fragmentaria de la realidad y dirá: “Yo veo y siento la realidad en forma de cuento y sólo puedo expresarme de esa manera… De allí que hasta el momento no pueda escribir novelas, poemas, ni piezas dramáticas y cuando lo he intentado he conseguido sólo cuentos deformados.” (Diario I: 76). [3] De otro lado, enarbola la autonomía del arte: “mostrar, no enseñar” con énfasis en la presentación del cuadro emocional. [4]

Individuo y poética

Desde este programa narrativo, Julio Ramón Ribeyro expone una visión de mundo marcada por la insatisfacción y la incapacidad de comprensión total de los fenómenos, que compromete una postura frente a la creación y sus operaciones combinatorias, en un modelo que conjuga circunstancias urbanas universales y locales, a la vez que aplica de manera mesurada y diestra las nuevas técnicas de narrar.

Así, los textos reelaboran el clima de expansión y confrontación; optimismo y cuestionamiento ante las novedades de la modernidad en un discurso desde la subjetividad en el que no hay héroes sino individuos solos y desconcertados en constante reformulación de su autorepresentación. La aguda mirada “del sujeto de la enunciación, marginal como sus criaturas corroe con su ironía la aparente solidez y el brillo consagrado del mundo oficial.”[5]

Ante circunstancias difíciles de manejar con autonomía, no cabe otro desenlace que el fracaso. El sujeto individual no se resuelve en franca oposición a las trabas. La débil afirmación de derechos y responsabilidades y su baja autoestima conduce al escepticismo que registran los desenlaces de los cuentos. Este reiterado señalamiento explicita una postura ética frente a las tragedias de la cotidianidad.

En caso de usar la información , se ruega cita la fuente.



[1] Césare Segre. Principios de análisis del texto literario. Barcelona: Editorial Crítica, 1985, p. 325

[2] Es importante recordar que en aquel momento, en América Latina, se producían significativos cambios en el arte de narrar.

[3] En el “boom” de la novela latinoamericana predominó si no una visión de la totalidad del relato de lo social sí la noción totalizadora del género mismo.

[4] Tamayo Vargas percibe que “queda así injertado y latigueante el fenómeno social y la crítica que se desprende claramente, dentro de una narrativa que es toda crítica pero que funciona más bien por mecanismos psicológicos que por los directos del cuadro social”. Tamayo Vargas, A. “Julio Ramón Ribeyro Un narrador urbano en sus cuentos” En: Memoria del XVII Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. Madrid, 1978, p. 1175

[5] Vidal, Luis Fernando, (1974) “Ribeyro y los espejos repetidos”. En: Revista de crítica literaria latinoamericana No 1 Lima: Inti sol, editores, p. 82

FOTO: Irene Cabrejos, Milagros Carazas y Sonia Luz Carrillo. Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar. Miraflores, Lima, 04.12.09



Representar al afroperuano en la narrativa de Ribeyro

En foto: Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994)

Fuente: http://milagroscarazas.blogspot.com/

Visite: http://julioramonribeyro.blogspot.com/

Empezamos definiendo la discriminación como considerar o tratar inferior a una persona o colectividad por su raza, cultura, clase social, situación económica, género, etc. Una forma de advertir este fenómeno es por medio del lenguaje, ya que puede ser usado como un elemento discriminador. Por ello es necesario considerar las diversas denominaciones, incluyendo apelativos y/o eufemismos, que se usan para designar y calificar a un determinado sujeto, pues al hacerlo se le otorga un valor y se construye una imagen significativa.
En realidad, para nombrar al “otro” que siempre es distinto a “nosotros”, se suele distinguir diferencias así como se establecen jerarquías de los individuos. Según Francisco Theodosíadis (1996), para marcar la otredad o alteridad es necesario observar la descripción del otro, ya que se construye un campo semántico apelando a las comparaciones, las diferencias, las negaciones y las carencias. Con lo que se establece una descripción jerarquizante que implica a su vez inferioridad o superioridad, según sea el caso.
Precisamente nuestra ponencia analiza la presencia de personajes de la etnia negra en tres cuentos de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), a saber: “De color modesto”, “Alineación” y “Terra incógnita”.[1] En estos se observa con mayor intensidad los mecanismos de discriminación, a los que es sometido el otro afroperuano, como resultado de las normas sociales establecidas y las relaciones de poder. Nos referiremos a cada uno en seguida.

1. “De color modesto”: Prejuicio racial y discriminación social
Dentro de la extensa obra de Ribeyro quizás este sea uno de los pocos cuentos en que ofrece una mirada irónica y realista de cómo se establecen las jerarquías de los individuos, a partir del color de la piel. Lo interesante es que nos da la posibilidad de reflexionar acerca del orden étnico y su trascendencia en la sociedad peruana.
El narrador extradiegético-heterodiegético[2] asume la misma perspectiva que el personaje principal. Alfredo es un joven de una familia burguesa miraflorina, que ha abandonado su carrera por la pintura y que se encuentra desempleado. Él acompaña a su hermana a una fiesta de adolescentes en una de las residencias del balneario, pero desde que llega encarna la representación del excluido: no sabe bailar ni conversar con las muchachas, su gusto musical es desactualizado y tampoco tiene dinero. En pocas palabras, Alfredo experimenta reiteradamente el desplante de los demás y la exclusión de los diferentes grupos que se han establecido en algunos espacios de la casa. Pero entiéndase bien que Alfredo no es separado por completo del grupo, hay dos o tres individuos sin pareja, solitarios, como él, que fuman o beben en los alrededores, a los que rehúsa acercarse o entablar alguna conversación.
Desde un principio él sabe que en las fiestas siempre fracasa. Es por eso que ni bien ingresa a la casa se dirige al bar para beber algunos tragos. Cada vez que es rechazado por los invitados retorna al bar, que parece ser el único espacio que lo conforta y le da nuevos brillos para enfrentar la situación.
En las tres ocasiones que se observa en el espejo del bar, confronta la mirada de los demás con su propia visión de sí mismo. El resultado es desalentador: un hombre de veinticinco años con “ojos de viejo” (I, 304). En nada se compara con los muchachos, bailarines y conversadores, con auto propio, que viven en las residencias miraflorinas; por el contrario, Alfredo puede ser considerado “un perfecto imbécil” (I, 307), con más defectos que cualidades.
Así, al observar la cocina esta se convierte en un espacio atractivo para una aventura nueva y, más tarde, la posibilidad de la venganza. Llegamos a la mitad de la narración y ocurre un giro drástico. Alfredo sobrepasa los límites permitidos y se instala en un espacio que no le corresponde. Pero su atrevimiento es mayor porque se relaciona con un grupo social proletario y una minoría étnica marginal. Esta doble trasgresión no va a ser entendida por los demás: primero, el baile entre Alfredo y la cocinera negra genera las sonrisas y los comentarios en la servidumbre; después, provoca el disgusto de los invitados y el repudio del anfitrión, cuando son descubiertos abrazados en medio de la penumbra del jardín. Es, entonces, que Alfredo logra su cometido, fastidiar la fiesta y poner en evidencia la hipocresía de su entorno social.
Es importante observar que la sirvienta es curiosamente un personaje anónimo que aparece descrita de la siguiente manera: “Una negra esbelta cantaba y se meneaba con una escoba en los brazos” (I, 308). Es común representar a la mujer negra como sensual y cumpliendo el rol de doméstica en la literatura. Ribeyro parece usar este estereotipo a propósito, para observar mas bien la mirada y las actitudes de los personajes (blancos) que se relacionan con ella. Por ejemplo, cuando la pareja agresora es finalmente expulsada de la fiesta, Alfredo se exhibe con la cocinera en frente de su casa, para molestar también a su propio padre, quien al verlos cierra la ventana, como un gesto de desaprobación.
Ahora bien, del espacio cerrado como es la residencia pasamos a uno abierto, el malecón. El ser vistos con esa mirada escudriñadora e intolerante preocupa a la sirvienta: “¡Qué dirá la gente!” (I, 132). La respuesta de Alfredo es incisiva: “¡Tú eres más burguesa que yo!” (I, 132). Este diálogo es fundamental para entender que en una sociedad donde se establecen rígidas convenciones se suela discriminar a los individuos que son distintos al grupo dominante, en este caso la alta burguesía limeña. Pero ocurre también que a veces son los propios sujetos los que terminan por aceptar dichas convenciones sociales, ya que asimilan e interiorizan incluso los prejuicios a los que son sometidos.
Tampoco es de extrañar que la autoridad policial resulte una defensora de este orden establecido. Cuando de esa penumbra del malecón pasamos a la luz poderosa del faro de un patrullero que descubre a la pareja, llegamos a un pasaje clave en el cuento. Los dos policías que enfrenta esta vez Alfredo consideran imposible una relación formal entre él y “una persona de color modesto” (I, 313). Esta expresión, que da título al cuento de Ribeyro, es muy significativa para nuestro análisis; porque descalifica al sujeto afroperuano, representado por la sirvienta, por su condición social y étnica. Alfredo ríe y ahonda en el prejuicio racial que develan los guardias. Ya en la comisaría, el teniente considera que se trata de un delito grave contra “las buenas costumbres”, por eso que su reacción raya en la agresión verbal y la degradación de la cocinera: “¿no serás tú una polilla?” (I, 313). La insistencia de Alfredo hace que el oficial lo ponga a prueba: “Ya que esta señorita es su novia, sígase paseando con ella [...] ¿Qué le parece si van al parque Salazar?” (I, 324).
Así, pasamos a un nuevo espacio abierto y con más luminosidad, considerado como una “vitrina de la belleza vecinal” (I, 314), en la que se exhibe la alta burguesía, sector que impone sus valores y ejerce el poder en la sociedad. Es este grupo social al que pertenece Alfredo, a pesar de considerarse un marginal por propia elección. Eso explica el cambio en la pareja apunto de ser expuesta a un público más elitista y prejuicioso. Una cosa es la venganza de un joven aburguesado e inmaduro que ha sido capaz de escandalizar a los vecinos y a su propio padre, es decir dentro del entorno familiar y conocido; y otra muy distinta, exhibirse frente a la clase adinerada de la ciudad, ese grupo que establece la censura social definitiva, conformado por las “lindas muchachas”, los “apuestos muchachos”, las “tías” en autos, etc. Entonces Alfredo ya no se muestra irreverente y la sirviente es mucho más tímida: “-Tengo vergüenza-, le susurró al oído. -¡Qué tontería!-, contestó él. -¡Por ti, por ti es que tengo vergüenza!-” (I, 314-315).
Al final, es él quien no puede continuar con esta situación límite y transgredir definitivamente el orden social establecido. Es imposible para Alfredo enfrentar directa y abiertamente ese “mundo despreocupado, bullanguero, triunfante, irresponsable y despótico calificador” (I, 315). Entonces se reestablece la distancia social, étnica y económica en la pareja: él la abandona y ella se retira cabizbaja, una vez más humillada.
En definitiva, en este cuento, se observa cómo el sujeto afroperuano es rechazado por su condición étnica y económica, a tal punto que se le impide desplazarse por ciertos espacios sociales.

2. “Alienación”: Despersonalización y blanqueamiento
Este es un cuento valioso porque se centra con mucho detalle en la problemática de los conflictos sociales e interraciales. Considerado irónicamente “cuento edificante” o “parábola”, muestra, en realidad el complejo proceso de despersonalización y blanqueamiento que Roberto López experimenta, en un deseo casi desesperado por lograr el ascenso social y construir una identidad ajena a la propia.
En principio, el narrador extradiegético-homodiegético[3] transita estratégicamente entre el “Yo” y el “Nosotros”. Estamos frente al narrador-testigo que acude a fuentes orales (el testimonio de la madre) o escritas (cartas y postales), para completar los pasajes poco conocidos en la historia. Cuando empezamos a leer hay una prolesis,[4] que de alguna manera nos prepara para lo que vendrá, la curiosa enajenación que sufre Roberto, en su intento por convertirse “en un gringo de allá” (III, 73). Los cambios quedan entonces indicados: a) “deslopizarse”; b) “deszambarse”; y c) “matar al peruano que había en él” (III, 73). Estos procesos aluden a su modesta situación económico-social, la condición étnica y la nacionalidad, respectivamente; con los cuales Roberto intenta construir “una nueva persona, un ser hecho de retazos, que no era ni zambo ni gringo, el resultado de un cruce contranatura” (III, 73). Esta evolución así descrita representa un grado mayor de alienación. ¿Pero qué lo lleva a esta situación extrema?
Para entender el origen de su sufrimiento y la pérdida de la inocencia infantil, el relato retrospectivo se sitúa en la adolescencia de Roberto. En un verano sin precisar la fecha “un grupo de blanquiñosos” (III, 73), se reúne en la Plaza Bolognesi de Miraflores, para ver a las muchachas jugar voleibol, sobre todo a Queca. Este espacio que ingresa el personaje principal es ajeno y queda signado por lo social. La “pandilla de mozos” que se concentra en el lugar pertenece a una clase acomodada: viven en chalets y estudian en colegios particulares. Mientras que Queca siendo de condición socio-económica inferior: habita una casa de una sola planta y acude a un colegio religioso, es la más deseada por la apariencia física: “su tez capulí, sus ojos verdes, su melena castaña” (III, 74).
En cambio, Roberto es el hijo de la lavandera, que vive “en el último callejón que quedaba en el barrio” (III, 73). En su descripción se dice, por ejemplo que era “un ser retaco, oscuro, bembudo y de pelo ensortijado” (III, 74). Se destaca entonces la pobreza y la fealdad del personaje, que no concuerda con la condición económica ni con el ideal estético (blanco) del grupo. Incluso se apela a estereotipos que lo ridiculizan y ofrecen una imagen negativa de él, como “quería parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima” (III, 73) o que lo restringen a oficios y roles marginales, a “un portero de banco” (III, 73) o “un chofer de colectivo” (II,73). Se trata de un personaje marginal, cuyo futuro está limitado desde el principio, no hay posibilidades de ascender socialmente, en ese “país mediocre, misérrimo y melancólico” (III, 84) que ha nacido.
Ahora bien, la discriminación racial y la exclusión social se pone en juego en el encuentro entre Roberto y Queca. Él le hace llegar la pelota que ha rodado hacia su banca y ella aterrorizada lo mira por primera vez al mismo tiempo que dice: “Yo no juego con zambos” (III, 75). Esta escena es muy significativa en el cuento, porque permite analizar dos cosas importantes. Por un lado, tiene que ver con la metáfora de la invisibilidad, que alude a la situación del negro en la sociedad, es decir por medio de un mecanismo de discriminación el sujeto afroperuano se vuelve objeto, con lo que se niega su presencia. Por otro lado, ocurre una sanción social que lo discrimina y excluye, despertándolo a la realidad, sólo así se entiende que desde ese encuentro él intente cruzar la barrera social y también racial, en otras palabras es un personaje que interioriza los valores del grupo social dominante (blanco).
En seguida se describe el proceso de enajenación de Roberto, en su intento por ser otro. En la primera fase el cambio afecta su exterior físico y vestimenta: se lacea, tiñe el cabello ensortijado, se polvea el cuerpo, así como viste ropa americana de segunda mano. La respuesta de los demás es de burla por parte de los integrantes de la pandilla, de disgusto en los vecinos del callejón, y de rechazo en su jefe en la pastelería donde trabaja. Es notorio que el conflicto interracial blanco/negro, ha provocado en él un conflicto de identidad que trastoca su forma de vida.
En la segunda fase aprende el idioma inglés, trabaja en el Club de Bowling, se muda a un departamento junto con un amigo tan alienado como él, y, por último, viaja a Nueva York. Es ahí, que en este espacio extranjero, Roberto atraviesa por un proceso de degradación: de turista pasa a ser un inmigrante desempleado y luego un ilegal empobrecido. La indiferencia y el rechazo es mayor, pues se trata de uno más entre muchos de “toda procedencia, lengua, raza y pigmentación” (III, 83), que pretende vivir como un “yanqui” sin serlo.
Es por eso que, en la tercera fase, un tanto desencantado y desesperado se convierte en voluntario para luchar en la guerra de Corea. Roberto cree ingenuamente que ésta es la oportunidad que le permitirá obtener la nacionalidad, un trabajo y la integración a un país extranjero. Pero una vez más el destino está en su contra: Bob López ha perdido otra letra más de su nombre y también la vida. De forma que su “sueño rosado” se ha transformado en “pesadilla infernal”, tal como se había anunciado desde el comienzo en el cuento.
Además, hay otras historias que merecen tomarse en cuenta también. Por ejemplo, Queca representa a la muchacha educada dentro de las formas y los valores de una ideología racista, por eso ella es la más prejuiciosa del grupo. Para la elección de sus pretendientes apela a un mecanismo de discriminación racial y social, así Chalo Sander “tenía el pelo más claro, el cutis sonrosado y [...] estudiaba además en un colegio de curas norteamericanos” (III, 75) y Billy Mulligan era “pecoso, pelirrojo [...] “hijo de un funcionario del consulado de Estados Unidos” (III, 76). Sin embargo, el destino de Queca tiene lo suyo como historia “edificante”, ya que Mulligan se degrada transformándose en un hombre bebedor, abusivo, infiel y jugador; mientras que ella será calificada peyorativamente por su esposo irlandés como “chola de mierda” (III, 85). En consecuencia, Queca es también la receptora de la sanción social y la discriminación racial.
Asimismo, José María Cabanillas, el amigo de Roberto; se libra de la muerte en acción y vuelve mutilado a casa. En cierta forma ha logrado lo que tanto deseaba, una situación económica acomodada gracias a la pensión que recibe. Pero ha ocurrido también en él una especie de involución, aparece “desempolvado ya y zambo como nunca” (III, 85). Si antes había atravesado por un proceso de blanqueamiento; ahora, ha terminado por aceptar su apariencia física. Es claro, que la enajenación en él tiene un origen distinto, una vez salvado el aspecto económico ya no tiene sentido su preocupación por lo étnico.
Para finalizar, Roberto López resulta un personaje acomplejado por su condición racial y social. Ante los mecanismos de exclusión y la ideología racista, él opta por un proceso de despersonalización que lo conduce a un destino fatal. He ahí lo ridículo y hasta moralizante de su historia, que es narrada de forma irónica.

3. “Terra incógnita”: Estereotipo racial
Este es un cuento que llama mucho la atención por su ambigüedad e insinuaciones de tipo sexual (Luchting, 1983). Se concentra en la historia del doctor Álvaro Peñaflor, catedrático y estudioso de la cultura clásica grecolatina. Es curioso su apellido, pues alude a una oposición básica dureza/delicadeza, instaurando así la duda sobre la identidad del protagonista desde el principio.
El narrador extradiegético-heterodiegético cuenta de forma lineal cómo un simple paseo que el doctor Peñaflor realiza por los alrededores de Lima, se convierte en toda “una exploración de lo desconocido” (III, 16). Se trata de un doble viaje: uno centrífugo, que lo enfrenta a la realidad exterior; y otro, centrípedo que le revela su mundo interior oculto (Minardi, 2002).
Para empezar, el doctor Peñaflor está solo desde hace dos semanas; su esposa y sus dos hijas han partido en “una tour económica” (III, 15) a México y Estados Unidos. Una noche invernal en que estaba leyendo a Platón parece escuchar una voz interior que lo invita a salir de su casa, ubicada en una colina de Monterrico. Es como si en seguida descendiera de un espacio superior y familiar a otro, inferior y extraño. Lo que le permite pasar de un conocimiento libresco e intelectual al conocimiento mundano y sensual.
A continuación vemos al personaje conduciendo su auto a Miraflores, en búsqueda de un restaurante al que acudía cuando joven; pero este ha cambiado convirtiéndose en un local más ruidoso que casi no reconoce. Mientras bebe vino observa una mujer solitaria saboreando un helado, que de pronto se retira rechazando cualquier posible acercamiento con él. Después se dirige al parque Salazar donde mira atento una muchacha en pantalones y de pelo largo, que al acercarse resulta ser un adolescente, que luego lo insulta llamándolo: “viejo”. Este paso por el sector acomodado y embellecido de la ciudad, se puede resumir en una experiencia que colinda con la decepción, la confusión y el rechazo.
Después el doctor Peñaflor cruza el puente sobre la Vía Expresa, que comunica con Surquillo, un barrio social y económicamente distinto al que está acostumbrado. Ésta es la tierra incógnita a explorar. Hay dos bares que visita, uno más sórdido y degradante que el otro, que representan “el reino de las sombras” (III, 20). El primero, llamado “El Triunfo”, tiene mucho que ver con la trasgresión que acaba de hacer, ya que ha ingresado en “un antro de trancas y de grescas” (III, 20), para beber cerveza. Lo llamativo en esta secuencia es que el narrador apela a alusiones clásicas, para describir el ambiente que rodea al personaje, por ejemplo: “en lugar de sirenas, hombres hirsutos y ceñudos bebían cervezas” (III, 19), “Era [...] el náufrago aterrado buscando entre las brumas la costa de la isla de Circe” (III, 19), “sátiros hilares se dirigían con la mano en la bragueta hacia una puerta oscura” (III, 20), etc.
El segundo bar al cual ingresa es “El Botellón” y es aquí donde ocurre el encuentro con Aristogitón, apelativo que el doctor Peñaflor usa para referirse a su interlocutor, con el que bebe unos tragos. Este personaje es un hombre negro, hijo de un humilde cortador de caña, cuya ocupación es ser camionero. Lo que en verdad se resalta en él es su corpulencia y su musculatura, por eso no es casual llamarlo reiteradamente “coloso”, “gigante” o “guerrero”. Es más, la imagen del sujeto afroperuano así construida revela el estereotipo racial y social, pues se destaca su apariencia física y su condición de pobreza al mismo tiempo que se desvalora lo intelectual del personaje. En la conversación entre ambos, por ejemplo, Peñaflor habla de poesía clásica y el negro responde apenas con una copla popular.
Pasamos así a la secuencia más controvertida. Los personajes se trasladan a la casa de Peñaflor y se ubican en la biblioteca, “el refugio ideal” (III, 15). Esta vez las insinuaciones sexuales son muy explícitas, por ejemplo: el visitante se desabrocha la camisa y deja expuesto su tórax, el doctor le muestra un libro conteniendo una figura desnuda de un hombre, el camionero ebrio hace una broma obscena y vulgar, etc.
Más tarde, cuando ya está por amanecer, el doctor despierta al camionero negro, que se ha quedado dormido en el sillón y le sugiere darse una ducha en el baño, para sobreponerse a la borrachera. Al cabo de un rato Peñaflor entre nervioso y curioso: “Tuvo que entrar con un paño enorme y ver la recia forma oscura contra la mayólica blanca” (III, 25). La desnudez corporal del otro genera una sensación nueva en el doctor. Pero la escena es interrumpida, suena el claxon del taxi que espera afuera de la casa. Peñaflor conduce al visitante que ya está vestido a la calle y luego cierra la puerta “con doble llave” (III, 15).
Así, el doctor que ha llevado una vida “armoniosa y soportable” (III, 19), por veinte años; descubre en lo más hondo de su ser, la homosexualidad reprimida. Esto se convierte en una amenaza, de alguna forma se quiebra la imagen que tenía de sí mismo hasta entonces, la de un hombre casado, letrado y exitoso. La perturbación es extrema y termina por modificar su propio mundo: “En su escritorio seguían amontonados sus papeles, en los estantes todos sus libros, en el extranjero su familia, en su interior su propia efigie. Pero ya no era la misma” (III, 15).
Como se aprecia, el sujeto afroperuano es el personaje accesorio, es el otro diferente por la etnia, la clase social y el nivel cultural. Su descripción se logra a partir de una imagen estereotipada, se destaca sobre todo su corporeidad. Es esta imagen la que fascina e inquieta al sujeto blanco, representado por el doctor Peñaflor. En este sentido, lo étnico y lo sexual son los elementos más significativos en este cuento riberiano.


A manera de conclusión
La cuentística de Julio Ramón Ribeyro proporciona una mirada crítica e irónica de la sociedad limeña contemporánea, en la que incluso se representan los conflictos interraciales (blanco/negro) y el rechazo/exclusión del sujeto afroperuano, descubriéndose una ideología racista impuesta por la clase dominante, mayormente discriminadora y prejuiciosa.


Bibliografía

GENETTE, Gerald
1989 Figuras III. Barcelona: Editorial Lumen.

GRAS, Dunia
1998 “‘De color modesto’: Etnicidad y clase en la narrativa de Julio Ramón Ribeyro”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana 48: 173-184.

LUCHTING, Wolfgang A.
1983 “Lo inconfesable en la obra de Julio R. Ribeyro: ‘Terra incógnita’“. Socialismo y participación 22: 131-135.

MINARDI, Giovanna
2002 La cuentística de Julio Ramón Ribeyro. Lima: Banco Central de Reserva del Perú – La casa de cartón.

RIBEYRO, Julio Ramón
1994 La palabra del mudo. Cuentos 1952/1993. 4 tms., Lima: Jaime Campodónico ed.

RICOEUR, Paul
1995 Tiempo y narración II. México: Siglo XXI Editores.

THEODOSÍADIS, Francisco (Comp.)
1996 Alteridad ¿La (des)construcción del otro? Yo como objeto del sujeto que veo como objeto. Santa Fe de Bogotá: Cooperativa Editorial Magisterio.

VILCHEZ BEJARANO, Yuri
2002 “Alfredo: un personaje (in)significante. Sobre el cuento ‘De color modesto’ de Julio Ramón Ribeyro”. Dedo crítico 8: 7-20.


[1] El primer cuento fue publicado como parte del libro Las botellas y los hombres (1964) y los dos últimos aparecieron en Silvio en el Rosedal (1977).
[2] El narrador extradiegético-heterodiegético es un narrador en primer grado que cuenta la historia de la cual está ausente. Cf. G. Genette (1989: 299).
[3] El narrador extradiegético-homodiegético es un narrador en primer grado que cuenta la historia de la cual está presente como personaje. Ver. G. Genette (1989: 300).
[4] El término prolepsis se define como narrar por anticipación. Cf. P. Ricoeur (1995: 505).
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Ponencia leída el viernes 4 de diciembre de 2009, en el Coloquio Internacional "Jullio Ramón Ribeyro: La palabra del mudo", organizado por el Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar (CELACP).


REVISTA "LIENZO", HOMENAJE A JULIO RAMÓN RIBEYRO


A lo largo de casi tres décadas la Revista Lienzo de La Universidad de Lima se ha convertido en uno de los medios más importantes para difundir el arte y la cultura en nuestro país. En sus páginas se dan cita narradores, poetas, artistas plásticos, músicos, dramaturgos, así como ensayistas y estudiosos de las diversas disciplinas de las ciencias humanas.

En su trigésima edición, Lienzo le rinde un homenaje a Julio Ramón al celebrarse los 80 años de su nacimiento; para ellos incluye cuatro ensayos (escritos por Jorge Eslava, Giancarlo Cappello, José Güich y Carlos López Degregori) dedicados a analizar y comentar su obra.

Destacan las pinturas de Elda Di Malio, acompañadas de un artículo de Silvio Ferrari en torno a la obra de JRR, y una entrevista a Ricardo Silva Santisteban sobre su poesía.

En la parte de creación destacan la poesía de Eduardo Chirinos y el relato “La mujer soñada” de Julio Mendívil. (La Primera)